Repentinamente, quiso parar el tren. Tiró del freno de seguridad, pero no pasó nada. Gritó al conductor, pero nadie respondió. Por primera vez se fijó en los otros pasajeros: eran familiares y conocidos con expresión triste. El tren proseguía perpetuamente su camino, y ya nada podía pararlo. Volvió a su asiento y se acomodó. Con una sonrisa en la boca, continuó mirando la oscuridad, disfrutando lo que le quedara de túnel.
Alfredo Láinez Rodrigo